Hoy me voy a descolgar con un post diferente. Esta última semana hemos pasado varios días en Portugal, disfrutando de un nuevo aire con la actitud descuidada conque se hacen las cosas cuando uno se desliza a través de las fronteras.
De los sitios que visitamos y de lo bien que lo pasamos poco voy a añadir a lo que podemos ver en las fotos que fue subiendo David.
Pero hay algo que al cruzar la frontera de vuelta se me vino pegado a la piel como un churrete que te ensucia y es complicado de limpiar. Si algo hicimos estos días fue dar tumbos de un sitio a otro y parar a hacer fonda en diversos restaurantes. No diré que el trato fue bastante agradable en casi todas partes, que en general lo fue (y ciertamente es un gustazo que eso suceda). Me quedaré, en su lugar, con un detalle que bien vale un post. (En concreto, este post.)
En uno de estos sitios a los que fuimos no estaba permitido fumar, con lo cual algunas de las personas se la pasaban entrando y saliendo del lugar. Nada realmente sorprendente, esa imagen la hemos visto de vez en cuando por aquí, y todo parece indicar que será aún más frecuente aunque a mí me –que no fumo– me chirríe.
Entonces, en algún momento trajeron unos cafés y éstos se enfriaron mientras las personas que los habían pedido estaban en otra parte. Pasado un rato, llegó el momento que me llamó la atención: la chica que nos atendía, al darse cuenta que un par de cafés seguían sobre la mesa, intactos, preguntó por ellos y nos dijo que se los llevaba para cambiarlos por otros que estuvieran calientes cuando volvieran las personas que los habían pedido, una vez finalizado su cigarrillo.
Es asombroso. Tan cerca, tan lejos. Apenas tres horas en coche, pero dos océanos culturales más allá. Nosotros éramos a todas luces unos paracaidistas, habíamos recalado en aquel lugar como pudo ser otro y las probabilidades de volver a parar allí son ínfimas; y la chica lo sabía. Pero, no obstante, le pudieron las ganas de dar un buen servicio, las ganas de que nadie se fuera de allá pensando que había pagado por un café que había bebido frío. Tan cerca, tan lejos: con la de perrerías que les hacen a los turistas a este lado de la frontera.
De pequeño me contaron que los padres judíos les decían a sus hijos «comprarás y venderás, pero no fabricarás». Nunca supe si me lo mencionaban con admiración, para que tomase ejemplo, o con un poco de esa rabia con la que a menudo se trata a aquellos especuladores cuya actividad no está representada ni por la hoz ni por el martillo de los sectores primario y secundario.
Mil veces nos recordaron, de pequeño y de adulto, que Unamuno le dijo a Ortega su famoso (y terrible) «¡Qué inventen ellos!», que más de un siglo después sigue en vigor y se ve reflejado en el ambiente investigador y universitario español. Lo que nunca nos han dicho es que alguien pareció espetarle a la sociedad española un «qué vendan ellos» que los obliga culturalmente a buscar ser funcionarios a toda costa y, cuando la vocación funcionarial queda frustrada pese al baldío peregrinar de ayuntamiento en ayuntamiento en busca de las-opos-de-mi-vida y hay que mancharse las manos en un sucio negocio privado, a atenderte no como alguien que se está ganando la vida con ello sino como alguien que te está perdonando la vida, que te hace el enorme favor de servirte un café, o una cerveza, o lo que sea que venda te deja comprar el malange de turno.
Y así les va: que vendan ellos. Cuando el capital humano es lo más valioso, cuando la hoz y el martillo se marchan inevitablemente a áfrica y asia, respectivamente, sigue habiendo quien pretende hacer creer a una sociedad sobreformada que lo único que justifica la existencia es meter la cabeza, ser funcionario de lo que sea, aunque ello implique nunca sacar partido a ese exceso de formación en la que invirtieron años de su vida. Aunque ello implique que el capital humano se desperdicia a la par que el sistema se vuelve insostenible sin inputs externos.
Y no, no permitimos que la chica se llevara unos cafés que no estaban fríos sino templados. Pero la sola intención, la sola oferta por el mero gusto de dar un buen servicio a unos clientes que no iban a volver por allí, ya fue suficiente. ¿Cuántas veces les han intentado cambiar, en España, un café que han dejado enfriar voluntariamente? Tan cerca, tan lejos.
Y quizá algún día les cuente algo sobre el resto de cosas que hicimos durante esos días, pero será en otro sitio y en otro lugar. No hoy, no aquí.