Las quejas sobre apropiación cultural siempre me parecen ridículas, casi nacidas directamente para el terreno de los memes, como cuando La Mala Rodríguez acusaba a Rosalía de apropiación cultural por cantar flamenco; La Mala, rapera de jerez (el chiste se hace solo), no siente que ella se haya apropiado nada culturalmente de los demás.
No obstante, y si nos ponemos serios, el celo con el que se defiende la identidad cultural no tiene nada de divertido, pues entronca directamente con el etnicismo romántico que Juaristi describió tan bien en El bosque originario y la idea de cultura no como todo eso que enriquece al alma (arte, poesía, belleza) y que emana de los clásicos griegos y latinos, sino como el mero conjunto de hábitos y costumbres locales, la cultura de los pueblos o die Kultur, sentido que adquiere el término durante el siglo XIX en la naciente Alemania y que no es sino parte del relato de construcción nacional de la Alemania moderna, que en la primera parte del s. XX floreció de la forma que todos sabemos.
Dejando de lado la lamentable devaluación del término y cortedad de alcance del término cultura en términos costumbristas frente a la trascendencia del uso clásico del mismo, lo curioso es que aunque esa primera mutación del término fue cosa de los incipientes nacionalistas, la realidad actual ha sufrido un par de mutaciones adicionales. Citando a Brian Barry en Culture and Equality (Amazon), de quien ya comenté algo al hilo del abandono de la ilustración, traduciendo al vuelo:
La nueva izquierda tomó del romanticismo germano la idea de que cada grupo étnico puede florecer únicamente manteniendo la integridad de su propia cultura distintiva, en las décadas de 1970 y 1980 la nueva derecha repensó los temas históricos de las derechas raciales y la jerarquía mediante un discurso de cultura. La noción de que los grupos debían retener su pureza racial fue, así, recodificada en la afirmación de que cada grupo debe mantener su propia integridad cultural.
Las élites educadas, se autodenominen a sí mismas de izquierda o derecha, disfrutan con juegos de palabras, cambiando el nombre de las cosas. Eso no soluciona los problemas, pero les permite seguir fijando la agenda de las cosas y mantener su propio estatus social señalando a los demás quiénes están en la auténtica cresta de la ola. Pero no nos vayamos por el sendero de las ideas y creencias lujosas, que esas ya las hemos comentado alguna otra vez.
Junto al aspecto ya comentado de los tintes etnicistas del asunto, el otro problema de este asunto se relaciona con el carácter antiliberal de muchas de estas costumbres minoritarias.
El asunto es que si queremos tratar con idéntico respeto a todas las personas y garantizar que disfruten de las mismas oportunidades, tratar con ese mismo idéntico respeto a todas las culturas (en el sentido de hábitos y costumbres) con las que esas personas puedan identificarse es un escollo importante cuando estas culturas priorizan sistemáticamente los derechos de los hombres sobre los de las mujeres.
El enfoque liberal en este caso defiende únicamente que hay ciertos derechos contra la opresión, la explotación, la agresión física, o la injuria, que todo ser humano puede reclamar y que las llamadas a defender la identidad cultural y el pluralismo cultural en ningún caso pueden pisotear esos derechos.
La realidad es que en ocasiones, sobre todo en occidente donde hay regímenes de democracia liberal, esas llamadas a la defensa de las culturas minoritarias lleva oculta la petición de que se les deje continuar con prácticas iliberales; al fin y al cabo, las prácticas liberales e igualitarias ya están amparadas por la ley y no merecen especial defensa para continuar en su lugar. Son las excepciones contrarias a la ley las que piden ser toleradas pese a atentar contra la igualdad.
[Imagen: Hecha con Bing Copilot.]