Antes del crack del 29 era normal que alguien pudiera cruzar continentes con poco más que un salvoconducto sin que nada lo impidiera. Pese a los límites impuestos a los ciudadanos chinos en aquella época, esta política de fronteras pseudo-abiertas dio lugar a una dorada de las migraciones en la que hubo hasta un 8% de la población mundial (frente al 3% actual) labrándose un futuro en un lugar distinto al de su nacimiento.
La visión del mundo como un puzzle de colores condiciona una percepción falsamente estática del mundo y las fronteras y hace años que avisamos que el verdadero peligro de esta crisis es que se traduzca en un cierre de éstas. Y esto es peligroso porque, como decía Frédéric Bastiat ya a comienzos del s. XIX que «si los bienes no cruzan las fronteras, los ejércitos lo harán».
La asimetría ahora es diferente: aunque hay quien busque una marcha atrás al movimiento de capitales, la de mercancías nunca ha estado demasiado clara y está siempre en disputa y los pocos sitios donde había una cierta libertad de movimiento entre personas descienden peldaño a peldaño el camino al infierno de la restitución de fronteras, justo lo contrario a lo que deberían impulsar. La analogía existe: libertades y globalización frente a represión y sociedad de control.
No existe una disyuntiva tal como «globalización o desarrollo», sino más bien al contrario: globalización y desarrollo. Desarrollo necesariamente enfocado desde la transnacionalidad, desde lo líquido, lo cambiante, lo arrebatador, sin cinismos ni asepsia frente al mestizaje, para no abocarlo al fracaso, para no atarlo a visiones caducas que en su ensimismamiento inane olvidan, porque lo excluyen, a todo lo demás mientras ignoran lo fundamental: reclamar libertades.
Hoy me apetecía hacer una apología de la migración, de los pies polvorientos, precisamente porque si la libertad significa algo es, sobre todo, la libertad para marchar.