Tal y como comenté brevemente, ayer estuvimos en el II Encuentro eurolatinoamericano de emprendedores sociales juveniles, celebrado en Toledo y que ha concluido hoy. La sensación es de haber explicado bien algunos de nuestros proyectos, tanto en la mesa en la que participamos como café en mano, donde pudimos comprobar que Bazar gusta y mucho, y que gusta porque viene a solucionar un problema.
Aunque el concepto de emprendedor social ya es de esos tan laxos que pone a prueba la robustez y resistencia del Powerpoint (y su capacidad para aguantar peso), una de las cosas que más llamaron mi atención era la obsesión por los premios. Tal cual: premios al emprendedor.
Concursos, plazos, evaluaciones, y mil maneras más para denominar de forma diferente a lo que no deja de ser lo mismo: un premio. Premio al mejor proyecto del año.
Resulta una obviedad, pero no tengo más remedio que ponerlo por escrito: para un emprendedor no hay más premio que la continuidad de su proyecto, refrendada en y por el mercado. Para aquellos que se autodenominan «emprendedores sociales» (yo tengo la manía de pensar que, aunque resulta evidente haya proyectos con diferente vocación, todo emprendimiento tiene un impacto social), esto debería ser aún más importante: lo único que debe ser valorado como un premio es ver que el proyecto sigue en pie, sirviendo a su propósito, generando cohesión y valor y, repito, manteniéndose en pie por si mismo día a día, cada semana, de un año al siguiente.
Y luego, si queremos, podemos irnos al circo del emprendedor, presentar un proyecto a concurso en un plazo fijado asumiendo esa limitación artificial propia de la generación de escasez (finalidad última de un concurso y sus premios aparejados) e impropia de los mercados cohesivos y abundantes, capaces de proveer a todos sin dejar descolgado a nadie; enfoque que debería ser el centro de todo emprendimiento «social». Como decía, luego, si queremos, podemos irnos al circo, pero entonces no se llega ni a emprendedor (y no puedo más que acordarme del chiste de Luis Pérez, de Szena) sino meros trapecistas: artistas de circo y, como tales, válidos en tanto que freaks.
Y eso obviando que los premios son el paliativo de la vida gris del trabajador asalariado, ése que pasa los días yendo a un curro (ni siquiera un trabajo, un curro de esos que «te arrancan la vida») en el que no se espera que aporte (más bien todo lo contrario) y que, por tanto, no es capaz de proveerle la mínima realización personal. El premio es el consuelo del que ni siendo premiado obtiene algo duradero, algo una pizca más allá de la simple alienación de la derrota sufrida cada mañana camino del curro. ¿Necesita un empresario (y menos aún, un empresario «social») «ser premiado» más que por un mercado que mantenga su proyecto vivo y en pie día tras día?
Visto lo visto, ¿nos vamos a sorprender de la aberrante metonimia nacionalista que provoca que el público tuviera, una y otra vez, pregunta para Paraguay? Hay tanto que aclarar antes de empezar a hablar un mismo idioma. Y tan pocas ganas…
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El chiste de Luis era algo así como «no me llames emprendedor, que parece que me voy con la mochila al Aconcagua; llámame empresario». (Vuelve al post por donde ibas…)