Son mayoría las personas que rigen su vida obedeciendo al falso principio según el cual montar tu propia empresa es arriesgado, mientras buscar un trabajo fijo en cualquier multinacional es una bendición, un paraíso de la seguridad.
Esta percepción obvia que todas las empresas pueden ir mal y que la principal diferencia es que si tú estás al volante, al menos puedes intentar no estrellarte. Si no pasas de ser un empleado más, todo lo que puedes hacer es encomendarte a los dioses-gerentes de forma pasiva. Pero la historia nos enseña que las empresas grandes también se la pegan total o parcialmente y reducen plantillas y/o salarios sin que los empleados puedan, en efecto, aportar otra visión: recoge tus mierdas y te vas.
No vale, por tanto, expresar el dilema en términos de seguridad. No existen las certezas y así debe ser si queremos una vida que nos haga feliz. Pero más aún, cuando encontramos certezas es a cambio de todo lo que aporta sabor a la vida, todo lo que permitirá moldear nuestro mundo para que sea ése en el que queremos vivir.
Pero si no podemos hablar de seguridad, todo lo que queda es el miedo. Siempre el miedo. No deberíamos extrañarnos, por lo tanto, de que las sociedades cuyos miembros tienen como máxima aspiración ser funcionario del sector público, y en ocasiones también del sector privado, sean crecientemente conservadoras y reaccionarias. Se rinden ante sus miedos, prefieren seguridad a libertad, no merecen ni una ni otra y, seguramente, acabarán perdiendo ambas.
Quizá por eso son emocionantes las iniciativas encaminadas a aplanar la pista de salida; el impacto será tremendo. Tomar las riendas de la vida propia es una decisión que exige coraje, y no todos recorrerán ese sendero blakeniano, pero esa sensación de necesitar poner toda nuestra atención para no caernos, como cuando descendemos en bicicleta un poco demasiado rápido, es estremecedora, genera oxitocinas, engancha y es tremendamente empoderadora.

