No podemos, ni queremos, vivir sin historias

Existe la creencia, alimentada deliberadamente, de que los mitos son nocivos. Defienden quienes así argumentan que los mitos son fuente de problemas, derivas sectarias, origen de división entre personas. Cabe preguntarse si eso es cierto, para lo que habría que recurrir a dos criterios básicos respecto del mito: examinar, en primer lugar, quién define y a quién concierne el mito y, en segundo lugar, qué se persigue cuando se erige dicho mito. ¿Se trata de un mito impuesto o generado y escogido deliberadamente por un grupo de personas? ¿Se trata de un mito integrador?

Pero aún hay una pregunta más importante que nos podemos hacer entorno a los mitos: ¿es posible, realmente, vivir en un mundo sin mitos? Si la respuesta fuera sí quizá no habría mayores problemas pero, si la respuesta fuera no, ¿qué consecuencias tendría renunciar a los propios mitos?

Enseguida volveremos sobre todas estas cuestiones pero, primeramente, vale la pena detenerse un momento a evaluar qué es realmente un mito.

Un mito es una historia que, en toda su extensión, enmarca y delimita una visión del mundo. Esta visión tendrá la suficiente amplitud o el mito no será más que un mero estorbo, pero en tanto que expresión de un conjunto de valores, tendrá límites, fronteras ideológicas. Estas fronteras son las que dan forma al mito y determinarán no ya su utilidad práctica sino su naturaleza. Y de lo gomoso, moldeable y personalizable de estas fronteras dependerá, al final, una de las cualidades más importantes de un mito, a menudo ignorada: su capacidad para ser reinterpretado y adaptado. Como leemos en la Bitácora del Arte:

«Un «mito» es un relato que delimita un conjunto de valores permitiendo su reapropiación y reinterpretación personal. Los mitos trazan por tanto fronteras ideológicas permitiendo una mayor diversidad que los programas, las tesis o los dogmas; son por consiguiente el sustrato de la resiliencia de una comunidad, ya que abren un «continuo» interpretativo que facilita la evolución y la reinvención sin rupturas ni escisiones.»

A todo esto llegamos al leer El bosque originario, de Jon Juaristi, un exhaustivo análisis de los diferentes mitos genealógicos de origen europeos. Y es que de la fundación de Atenas a los más racistas mitos de origen europeos del s. XX, los relatos que se contaron y se cuentan tienen innumerables hilos, motivos y aspectos comunes. Y eso incluye la existencia de trucos y falsedades comunes. A estos mitos genealógicos de origen ya hemos dedicado unas notas.

Al principio de este post hemos planteado varias interrogantes, vamos a comenzar respondiendo a la última de esas incógnitas: ¿es posible vivir en un mundo sin mitos?

Hay quien dice, como hemos mencionado arriba, que sí se puede. Seguro que incluso algún lector lo está pensando ahora mismo. A todos ellos los remito al caso práctico y a las conclusiones del post previo:

«Parece que uno cree vivir en un mundo sin mitos y, cuando menos se lo espera, acaba creyendo en sinsentidos como que la nación castellana existía en el imaginario popular del s. XI.»

No: no se puede vivir sin historias, y ya hemos visto que «la mitología no es sino el arte de contar historias, provechosas historias que uno cuenta sobre si mismo» para estructurar su mundo. No, las historias enseñan cosas y ni podemos ni queremos vivir sin ellas.

Lo que pone de manifiesto el ejemplo anterior es que renunciar a tener historias propias nos convierte en una tabula rasa, sin más que decirse ni repetirse a si mismo que aquello que el grabador cincele sobre ella.

Aunque sobre ella se cincelen cosas tan estúpidas como la necesidad de preservar mediante norma estricta una lengua, que sólo así seguiría siendo pura, hablada por más de cuatrocientos millones de personas. O cualquier otra cosa que sea adoptada por la mitología nacionalista.

No, no se puede vivir sin historias ni sin mitos. Pero renunciar a construir tus propios mitos, que construidos por y para personas reales serían mucho más humanos e incluyentes que cualquiera que los Estados hayan creado nunca, deja la cancha libre a los mitos impuestos, con ánimo segregador cuando no abiertamente racista, desde el Estado. El mayor de estos mitos es, sin duda alguna, ese malentendido sobre el pasado que supone la existencia, más allá de la pura imaginación, de algo que una a las personas por el mero hecho de nacer dentro de un determinado círculo de tiza administrado por el mismo órgano de poder. No, no hay tal cosa. Del mismo modo que no hay nada que una a las mujeres por el mero hecho de ser mujer.

No abdicar de la capacidad de crear historias no conlleva, contrariamente a lo extendido deliberadamente por aquellos que desean para el Estado el monopolio de creación de artefactos ideológicos, ni espiritualidad ni estrecheces. Antes al contrario, un mito para ser operativo debe ser diverso, maleable y, ¿por qué no?, contradictorio: de la enredadera al lobo y la osa al juego de responder las mismas preguntas desde caras diferentes de un mismo prisma, los mitos –las historias que nos contamos a nosotros mismos cada noche, diciéndole al futuro cómo tiene que ser— aportan cohesión, contexto y tronco a una identidad, por eso no podemos vivir sin ellos, por eso no queremos. Porque ante la imposibilidad de vivir sin historias, el renunciar a las propias equivale a aceptar, siquiera de forma inconsciente –de hecho, peor aún: aceptar de forma inconsciente–, historias ajenas que en nada nos atañen.

Termina Juaristi su libro de forma tan gloriosa como ambigua, si atendemos a su incapacidad –muy similar a la que en su día me encontré en Timothy Garton Ash— de dejar atrás una cierta visión del mundo como conjunto de naciones:

«Los mitos genealógicos de Europa se nos muestran así como el despliegue diacrónico de un único mito que –a través de temas como la guerra de razas, la religión natural, el monoteísmo precristiano, la singularidad de la elección divina– instituye un culto de la identidad y del destino nacional y el correlativo rechazo de la diferencia.

Ese mito ha hablado a través de nosotros durante muchos siglos. Nos ha hablado. Cada uno de nosotros, creyendo decir, ha sido dicho, proferido por ese Sujeto en la sombra que nos trasciende y nos traspasa: la Raza, la Identidad. Acaso no podamos vernos nunca libres de las devastaciones de lo Mismo, porque ese Mito que nos habla es la Lengua y es la Nación y es la propia Europa y quizá el Individuo no sea sino una de sus máscaras, pero siempre podremos optar, como apunta Ginzburg, entre someternos pasivamente a sus dictados o tratar de dar de él /una interpretación crítica lo más amplia y abarcadora posible/. Hasta ahora, hemos intentado en vano cambiar el mundo. Tratemos de interpretarlo.»

Tratemos de interpretarlo. O, asumiendo la realidad de nuestro tiempo, tratemos de reinterpretarlo. Sin obviar que la reinterpretación en sí es una reapropiación, una recreación del mito. Seamos, pues, creadores de mitos. ¿Qué hay, después de todo, más maravilloso que una buena historia que nos toque de cerca?

Jose Alcántara
Resolviendo problemas mediante ciencia, software y tecnología. Hice un doctorado especializado en desarrollo de hardware para análisis químico. Especialista en desarrollo agile de software. Más sobre Jose Alcántara.

13 comentarios

  1. Y tu respuesta («renunciar a tener historias propias nos convierte en una tabula rasa, sin más que decirse ni repetirse a si mismo que aquello que el grabador cincele sobre ella») me recuerda al poema de Wordsworth que aparece en La era del diamante.

    ¡Dónde estaríamos nosotros dos, querido Amigo!
    Si en la estación de las elecciones fáciles,
    en lugar de vagar, como hicimos, por valles
    repletos de flora, tierra abierta
    a la Imaginación, pastos felices recorridos a voluntad,
    nos hubiesen seguido, vigilado cada hora y controlado,
    cada uno en su camino melancólico
    atados como la vaquilla de un pobre al pienso,
    llevados por el camino en triste servidumbre.

    1. No recordaba esas palabras de La era, pero sin duda no es casualidad que el personaje que las diga sea Wordsworth (aquel del que sus palabras, words, valen la pena, worth; o quizá aquel que vale la pena por sus palabras… en todo caso ambos apuntan al mismo sitio). Qué sería si no nos hubiéramos hecho nunca preguntas, si adormilados por una u otra cosa nos hubiéramos limitado a hacer «lo que un adulto normal» : )

      Como dice la vieja tira de Calvin:

      «Es un mundo mágico, Hobbes, viejo amigo. Vayamos a explorarlo.»

      Vámonos :)

      1. Palabras que son, en efecto, de mucho valor. Genial tu interpretación del nombre de Wordsworth, no había reparado en ello :) ¡Qué mejor nombre para un poeta!

  2. Creo que esto ya lo hemos debatido antes. Todo muy bonito, pero un servidor siempre estará en guardia frente a todos los relatos. Por mucho que nos alimentemos de historias (ah, qué sería de mi sin Tolstoi) la única manera que tengo de mantenerme en guardia es ponerlas en cuestión todo el tiempo. Me sigue preocupando el momento en que uno se cae del guindo, el mito no le vale y se queda solo. Bye, bye, she’s leaving home.

    1. Como el mito es una historia que nos contamos a nosotros mismos, si no nos vale se tira, se recicla o se quema.

      Como no podemos evitar vivir sin historias, y siempre habrá un guindo del que poder caerme… al menos escogeré de qué arbol me caigo, y en compañía de quién me caeré de ese árbol escogido.

      Digamos que hay una diferencia entre ser el pueblo elegido y ser el pueblo que eligió… ;)

      Comparto eso de que hay que estar en guardia frente a los relatos, analizarlos y diseccionarlos: quién me lo cuenta, a quién se dirige y con qué fin. El no a todo no es viable, así que lo único que tenemos es la posibilidad de tener un relato ajustado a nuestras necesidades… y no a las de un «agente externo».

  3. La disidencia empieza cuando no se comparte el relato. Resulta que alguien llega nuevo a la comunidad de relatadores y descubre que comparte todo o casi todo, pero hay formulaciones y relatos que le resultan chuscos o directamente falsos. Esto es típico de los conflictos generacionales o entre promociones. Nadie puede evitar esto. Da igual que sean comunidades reales o imaginadas. ¿La flexibilidad es consustancial al mito o a quien lo formula? Claro, hablaremos del derecho a la secesión, que tiene costes. Pero me parece imposible compartir los relatos al 100% por el 100%. ¿Es eso lo que llamábamos «el conflicto»? La creación deliberada de los mitos siempre ha existido: todos vendemos la moto y buscamos que nos la compren. No hay otra forma, sin duda. Así que sólo nos salva el debate. Que «nos demos» un mito solo es un estado de transición hasta que otro tenga que aceptarlo por llegar después.

    1. Mmmm no realmente. Nadie tiene que aceptar nada. Lo aceptará de propia voluntad si le va bien, o no lo aceptará para nada si no le va bien. Supongo que el matiz importante está en que nadie trate de imponer la aceptación :)

  4. Delgado equilibrio: no siempre hay opciones suficientes. La trayectoria vital evoluciona y los costes de salir se pueden volver crecientes. Conseguir «entrar» también supuso una inversión y supuso un aprendizaje. A medida que aumenta el tamaño de la comunidad, supongo que el porcentaje de mitos comunes se comparten al cien por cien tiene que bajar. Y, si crecer es necesario, el hueco está ahí.

    Al final, el fuste torcido de la humanidad nos impide soluciones definitivas ni garantías de paraísos por muy bien que canalicemos el conflicto. Y yo creo que los mitos dan lo que dan y no mucho más, perviven con sus defectos que los seguirán teniendo. Probablemente, el arte de crearlos no sea más que liderazgo, otra vieja idea de manejabilidad compleja,

  5. (Lo que une a las mujeres no es el mero hecho de ser mujer, sino el haber sido despreciadas por el mero hecho de ser mujeres. Una experiencia compartida. Igual que lo que une no es la raza, sino el haber sufrido racismo.)

    Habláis de escoger el mito. Las comunidades se eligen, a veces, pero hay una primera en la que se nace, y cuyos mitos se interiorizan porque son lo que nos permite relacionarnos y pensar. Si esos mitos se desechan luego, se está solo, y ahí no tiene sentido crear mitos nuevos, sólo para mí. Lo único que cabe es una mirada crítica constante, que es agotadora. Si creara un mito sería para contárselo a alguien, para convencerle. No estoy segura de cómo una idea que ha nacido del diálogo entre varias personas, y que no se quiere imponer, puede llegar a tener forma de mito.

    Leo tu blog a menudo pero no suelo tener mucho que aportar. Pero llevo unos meses habiéndome «caído del guindo», como dice Gonzalo Martín más arriba, y se me han ido los dedos a las teclas. Un saludo.

    1. En primer lugar, muchas gracias por tu comentario. No es que comparta mucho de lo que dices, pero es un placer poder dialogar y tu comentario se presta a ello :)

      Veamos…

      ¿De verdad hay una experiencia compartida? Digamos, compartir es partir juntos (com-partire), aún más juntos que lo que están quienes se reparten algo. Para aceptar la existencia de una existencia compartida, tengo primero que creer que hay esa identidad compartida; y no lo creo. Más bien, esa identidad en base al género (ni siquiera se atreven a llamarlo sexo) no deja de ser un lugar común. El bosque originario hace un paseo (que no comenté en mi post) por el origen del mito de los escitas, cita lo siguiente:

      «El lógos escita de Heródoto, donde hace su aparición en la literatura occidental esa figura retórica que hoy cononcemos por enumeración caótica, crea Escitia como lugar común, espacio de encuentro que reduce a unidad lo diverso. Su discurso, pretendiendo diferenciar, nivela. Desde el punto de vista del centro –Grecia–, la minuciosa distinción de pueblos atendiendo a las pequeñas diferencias que sólo el viajero muy despierto puede apreciar in situ se resuelve en una única categória turbulenta: el continente escita.»

      Un lugar común que reduce a unidad lo diverso. Así veo esos criterios que sirven para clasificar las penas en colores: aquí los tullidos, aquí los solteros, aquí las mujeres, aquí los «jóvenes menores de 35 años» (me provocan cada vez más risa el límite de ciertas definiciones, por cierto xD). Como escribe David de Ugarte en su último libro:

      «Durante el mismo siglo XIX, pero sobre todo durante el XX, las herramientas de objetivación del estado nacional, sus saberes científicos, darían definitivamente la vuelta a sus objetos y los convertirán en identidades delegadas, en nuevos sujetos (imaginados) colectivos, definidos dentro de la nación e igualmente constituyentes de cada uno de nosotros: tendremos entonces no sólo que pensar como connacionales amantes de la patria eterna, sino además como hombres o mujeres, como trabajadores o profesionales, como miembros de una raza, como minusválidos o como miembros de subgrupos de cualquier tipo, imaginados y echados a andar para mejor gestión del estado.»

      No, no creo que exista esa mutua representación, esa identidad común real, más allá del mero malentendido, necesaria para la existencia de una experiencia compartida; aunque existan problemas, sin duda.

      Sobre la segunda idea, la de que no tiene sentido crear mitos para uno sólo… pues es verdad: no son para uno sólo. Los mitos, las historias, sirven para generar complicidades entre personas. Serán aceptables si el fin es levantar complicidades y vínculos entre miembros de una comunidad real, pues en todo otro caso perseguirán la emergencia de necesidades ajenas a esas personas. Pero ojo, es tan simple como «nuestra canción». ¿Cuántas parejas en el mundo tienen su canción? Y, ¿que sea un hecho sólo para ellos, que sólo ellos sepan la historia, el porqué, el significado, le quita peso a ese tipo de simbolismo? No, más bien lo engrandece: le da un toque humano necesario, imprescindible para no volvernos locos. Es así como una idea, casi sin quererlo, se convierte en un pequeño mito de uso privado, intransferible (de hecho, deseadamente intransferible, no se trata de convencer a nadie). En el fondo, si algo descubrimos en los últimos años de debates es que uno sólo no puede lograr levantar algo que sea perdurable en el tiempo: para eso hace falta una comunidad real. Uno sólo no puede destilar conocimiento –entendido como algo más que mera destreza o habilidad adquirida–, se requiere deliberación para ello; por eso dejamos de tener contextopedias personales y nos hicimos nuestra wiki común.

      Creo que este comentario me ha quedado injustamente largo, debe ser que a estas alturas de la semana me falla la capacidad de concreción… Discúlpame :)

      1. Gracias a ti por responderme, que soy consciente de haber interrumpido una reunión sólo porque pasaba por al lado y oí algo…

        Me equivoqué de palabra con compartida, pues :)

        Los criterios de clasificación de personas son ridículos, sí. Te echan en una caja junto con otros y entonces simpatizas con los que también están ahí dentro no en base a la etiqueta de la caja, que es el criterio de quien te ha echado dentro (¿el estado?), sino en base al hecho de estar ahí metidos. Aunque en la caja hay quienes están encantados con la etiqueta, quienes creen que deberían estar en otra caja, quienes creen que las cajas están bien pero es injusto que algunas tengan más prestigio que otras, quienes creen que debería haber una jerarquía dentro de las cajas mismas, quienes creen que no debería haber cajas en absoluto y quienes dicen que en su vida han visto una caja. Creo haber entendido que tu postura es la de que no debería haber cajas (¿excepto las de libre elección?), y la mía también, pero diferimos en cómo librarnos de ellas: hacer como que no están ahí vs remarcarlas con insistencia. (Me parece que tú dices más cosas, pero no entiendo más, creo que me falta contexto y conocimientos :)

        Lo de «nuestra canción» me ha llegado, y tienes razón en que son muy necesarias esas complicidades, siempre que sigan al servicio de las personas y no al revés.

        Un saludo.

        1. ¿Ves? Ya estamos de acuerdo en más cosas de las que parecía: de entrada estamos de acuerdo en que las personas están por delante, y que el resto son herramientas empoderadoras al servicio de las mismas.

          Sobre ignorar que no están ahí a remarcar algo con insistencia. Yo no niego que exista machismo, pero afirmar con insistencia que «las mujeres» existen como identidad propia, ¿no equivale a dar la razón a los que no respetan a nadie que tenga sexo femenino? Comenzar cada discurso remarcando «hola a todos y a todas», y aceptar ese comienzo –si uno está al otro lado del micrófono–, ¿no equivale a aceptar de forma implícita que ahí afuera, al otro lado, existen dos tipos de personas (ellos y ellas) que sienten diferente, forman comunidades diferentes, tienen lógicas diferentes y, por último, derechos diferentes? La lucha por integrar a la mujer, ¿no acaba segregándola a la fuerza mediante el uso e imposición de determinadas prácticas y fórmulas? Creo, y lo creo de verdad, que las «feministas» hacen un flaco favor a la causa declarada (dicen querer ayudar a la mujer, otra cosa es que en muchos casos su causa real sea subsistir al amparo de un ecosistema de subvenciones que hace posible cosas como «el instituto de la mujer», como si la mujer –así, sin precisar– estuviera a punto de extinguirse) su causa cuando defienden estas cosas, pero no creo estar aportando nada a lo que ya comenté hace mucho cuando leí El manifiesto ciborg (es ese post que enlacé arriba, que dio origen a esta conversación, jeje).

          Un abrazo :)

  6. La idea de «complicidad» me gusta mucho más que la idea de «mito». Como me gusta más la idea de «contexto». Por supuesto, estoy cayendo en un nominalismo, pero es que el metalenguaje cuenta. Cuenta la percepción. Elaborar y reelaborar mitos puede ser perfectamente objetivo desde el punto de vista terminológico y la tradición del lenguaje, pero introduce sesgos que no me convencen para trabajar. O no me ayudan. Elaborar una síntesis de los debates, es decir, dejar terminado un relato que resume el debate que crea el consenso es vital. Porque es lo que crea una unidad de acción compartida, dicho unidad de acción en su esencia más abierta, que tiene la expresión cierta sonoridad entre falangista y totalitaria. Con la expresión mito es fácil caer en sonoridades y elaboraciones que tiendan a caer más en lo metafísico o a convertirse en vacas sagradas. Y para mi es importante aprender a matar vacas sagradas cuando hay que hacerlo. Convertirlo en «mítico» (que sé que no es ni la propuesta ni la intención) introduce, para mi, más complejidad que la que resuelve.

    En fin, querido, en realidad, este debate estaba agotado y estábamos de acuerdo en la esencia final y en el uso efectivo que se hace de la idea.

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